martes, 30 de agosto de 2011

Mis dos relojes


Mis dos relojes marcan los segundos al mismo tiempo. En realidad tendría que ser siempre así, pero nunca es así. Cuando uno pone en hora un reloj, mira las horas y los minutos en otro como referencia, pero nunca mira los segundos. Y mucho menos intenta sincronizar el tic-tac…
Pero, aunque mi reloj de pared y el despertador se hayan puesto de acuerdo para ejercer su monótono ruido a la vez, no se aclaran con el segundo que están especificando en ese momento. El de la pared gana por 20 segundos. Sumado a que la aguja mediana supera en una sexagésima parte de su ciclo a su colega del despertador, tenemos que mi pared está un minuto y veinte segundos por delante de mi estantería.

¿Se puede pedir literalidad en este desfase? Si estoy apoyado en la pared y una amante ocasional se quiere ir porque no incluí la ternura en mi oferta sexual, ¿puedo volver a la estantería y reformular mi propuesta añadiendo esas cosas que nos gustan escuchar pero no decir? ¿Puedo hacerlo todo el tiempo para ir probando las propuestas que mejor vayan cayendo, en un ‘Elige tu propia aventura’ social?
¿Cuándo estoy apoyado en la pared estoy acelerado, o sólo estoy lento frente a la estantería?
¿Y si ninguno de mis dos relojes está en lo correcto y yo me muevo en un limbo temporal entre dos horarios equivocados?

Yo intento ponerlos en hora. Siempre. No soy de ésos que llevan siempre el reloj 10 minutos adelantados para no llegar tarde. ¿Cómo se llega a tal nivel de abstracción como para que la mitad derecha de tu cerebro le esconda algo a la izquierda, y no hagas automáticamente el cálculo de la hora real?
Lo peor de todo, es cuando estás ansioso esperando algo, miras el reloj de alguien, y el dueño te advierte: ‘está 10 minutos adelantado’… Si vuestro cerebro automáticamente, cuando piensan en su reloj, les envía un fax con la frase: ‘avísale al pobre tío éste, que está apurado y tú tienes la hora incorrecta’, ¿Qué clase de sádico placer obtenéis al mirar cada vez vuestro reloj, sobresaltaros, y al segundo tranquilizaros pensando: ‘Ah… Cierto.’?

¿El masoquismo horario es una de esas nuevas tendencias que por lo general inventa algún Performer francés o en su defecto un newyorkino vanguardista para protestar por la paradójica relación entre el tiempo que nos regalan y el que nos quitan las nuevas tecnologías, tendencia de la que luego se apropian varios pseudo-trendys alternativos, y que se va expandiendo hasta globalizarse y al final ya nadie se acuerda del francés o en su defecto newyorkino en cuestión, pero quedan presos de un adelantamiento horario del que jamás sabrán el origen hasta que por casualidad lo encuentren en Wikipedia aburridos de buscar frases sobre facebook para twittearlas?

¿Cuánto falta para que salga la contracorriente de Puntuales Anónimos que pida ‘atrasemos 10 minutos nuestros relojes para luchar contra nuestra obsesión y contra la opresión del tiempo en estos tiempos, valga la redundancia’?
¿Cuándo empezará la cadena ‘adelántale el reloj a alguien sin que lo sepa, ponlo en tu muro si te gusta la puntualidad’?
El tema es encontrar algo a lo que oponerse. Ayer, hoy, y dentro de diez minutos, que para algunos es exactamente este mismo momento.


RS.-

martes, 9 de agosto de 2011

El anillo azul

Un denso líquido rojizo descendía chorreando por azulejos que alguna vez fueron blancos. Caía lentamente hasta formar un charco que se extendía más y más por el suelo, como macabra alegoría de la cultura gore del miedo y la seguridad. Penetraba el cemento del suelo y se fundía con él. Lenta pero inexorablemente, el líquido iba cubriendo toda la superficie como un virus que no tiene prisa por llegar pero toda la seguridad de hacerlo.
Dos metros más arriba, un cuadrado iluminado era el fin de un haz de luz que se colaba por una ventana rota, y sólo el fugaz y solitario paso de algún vehículo por la calle de atrás y un lento goteo aleatorio rompían el silencio.
Un olor dulce se extendía por el aire y atraía a las moscas que empezaban a llegar previendo un gran día.
El suelo de la nave estaba cubierto por una mezcla de polvo y grasa, rota en algunos sitios por pisadas recientes.
A cada lado del foso yacía un cuerpo inerte. Uno tenía un tiro en la frente. El otro, una gran mancha en el estómago y de su mano derecha que colgaba sobre el vacío, adornada por un gran anillo azul, lentas gotas caían aleatoriamente contribuyendo a la gran marea roja que caía por el borde.


Asqueado de pelearse contra el cielo y de venderse excusas todo el tiempo, decidió que ya era hora de arreglar las cosas, y salió a enfrentarse al mundo con esa seguridad que tiene la gente cuando se acaba de prometer algo a sí misma.
Bajó de dos en dos los escalones de los cuatro pisos y se lanzó a la calle a averiguar si era verdad eso de que cada uno cambia su destino, o si tenía que dejar de leer los folletos de autoayuda que se apilaban en su buzón.
Al salir al portal del número 39 de Ave María, miró hacia ambos lados y bajó hasta la plaza de Lavapies, fumando lentamente y deteniéndose un momento frente al banco donde hace años solía sentarse largas horas a beber cerveza y fumar hachís con Tania, hablando de Marruecos y del típico sueño de montar un bar en alguna playa africana para huir del asfalto. Cerró los ojos un instante al tiempo que apartaba su rostro de aquel banco y siguió andando.
Hombres en blanco y negro recitaban a Rosalía de Castro por la voluntad.
Ángeles grises empeñaban sus alas negras por un gramo de speed.
Pies negros con sus perros y flautas se abstraían de miradas ajenas a golpe de litrona.

Pasó por delante del Centro Dramático Nacional y sonrió al recordarse como actor, antes de que su vida se quebrara, y él decidiera detener todo lo que no sea arrancar de sus entrañas la horrible culpa que lo tenía paralizado hace años.
Por eso hoy le iba a quitar al culpable la posibilidad de reincidir.
Dobló por Miguel Servet, hacia la Glorieta de Embajadores. Siguió andando durante 10 minutos más, sin escuchar a esa voz cobarde que se encargaba de repetirle cada uno de sus miedos constantemente, y que se esfumó apenas levantó su cabeza y vio la vieja puerta que tantas veces había aparecido en sus sueños.
Se puso el anillo azul que Tania le había regalado, y entró con firmeza en el taller abandonado para cerrar 
una historia a la que le sobraban varios capítulos.
Y descansar.

RS.-