lunes, 30 de enero de 2012

Breve inventario de viviendas temporales en la Península Ibérica (2002-2009).


Mis casas en Madrid fueron once.


La primera fue el hostal Fuente Mar, cuyo dueño Amador nos cobraba 10 euros por día a cada uno, que pagábamos tocando en el Metro. Aún sigue en la calle Magdalena 29, a metros de la única salida que no cerraba temprano del Metro de Anton Martín. Bocadillos de mortadela del Museo del Jamón. Truco y música con un walkman enchufado a un parlante de guitarra. A modo de despedida, la mujer de Amador nos hizo una paella.

La segunda fue en la calle Sánchez Barcáiztegui 32 ó 34, en el último piso, y saltaba los molinetes de la boca no custodiada de la estación Pacifico para ir a trabajar. Fideos con manteca con sabor a gloria, café instantáneo negro y galletas María del supermercado Día. Luego fue mi primera casa con Cecilia cuando llegó desde Buenos Aires.


La tercera fue en Príncipe Pío, a una cuadra del Manzanares, con Ceci y otra pareja, en el Paseo del Comandante Fortea. Mates frente al río. Invierno. Vino Leo desde Barcelona al cumple que festejé en esa casa.


La cuarta fue en Moratalaz, frente al Metro de Vinateros, en la casa de mi jefe en el cyber donde trabajaba por ese entonces, que se ofreció a alquilarnos una habitación al enterarse que nos quedábamos sin casa. No me pagaba mucho, así que sabía lo que podía cobrarme y me pidió un poco menos que eso.


La quinta en
La Latina. Casa de María Elena y Alejandro. Sofá cama en el salón. Calle de Calatrava, a metros de la calle Toledo que muere en la Plaza Mayor. Nos invitaron a ir, nos invitaron a irnos.

La sexta en la calle Galileo 11, donde conviví con Cecilia en la que fue nuestra única casa en solitario y la última en general. Monoambiente interior de
23 metros cuadrados con la cama que se bajaba desde el placard. Me sentaba en el suelo del baño a componer. En esa casa nos enteramos del atentado del 11-M cuando llamaron parientes desde Italia para saber si estábamos bien y preguntamos bien porqué antes de prender la tele.

La séptima en Santa Brígida 8, donde viví con Juankar y el Sepia, y ocasionalmente contábamos con la grata okupación del Solana. Buenos amigos, todos de Almansa. Llegué por un anuncio en un estanco. Al segundo día una ninfómana se nos metió en casa. Empecé a estudiar teatro. Casi incendio el piso. Teníamos chimenea. Las últimas dos oraciones no tienen relación.


La octava en Mar de cristal, donde me mudé con Vanessa luego de que abandonáramos Santa Brígida. Lindo barrio, cerca del Aeropuerto de Barajas, lejos de todo lo demás. Empecé a usar una zapatilla negra y una celeste. Me gustaba desayunar en el bar de enfrente. Morriña del centro de Madrid.


La novena en Calle del Desengaño, 6. Nombre elocuente. Última casa con Vanessa. Ahí vi por Internet el Monumentalazo de San Lorenzo, solo y gritando como un enfermo a las 4 de la mañana de Madrid. Vanessa adopta una gatita y le pone Frida. Desayuno escuchando las peleas de los travestis y los camellos de cocaína bajo mi balcón. Yonkis. Prostitución. Sirenas de Policía.


La décima en Ave María 39, cuarto piso por escalera, casi una comunidad hippie. A
30 metros de la Plaza de Lavapies, y con Iván y Kike. La primera vez que entré a esa casa, los antiguos ocupantes estaban peinando rayas de ketamina un martes a las 11 de la mañana. Pierdo a Frida. Vanessa se muda a la vuelta de mi casa recién separados y luego de decir durante años que Lavapies le daba miedo. Festejo con Javi la AntiNavidad e incendiamos una cabeza de Papá Noel.

La undécima y última fue en C/San Vicente Ferrer 17, 2º derecha, con Nadia e Iván, en el edificio que alberga en su planta baja a dos grandes bares como son el Mercurio y el Mader Faker, el primero uno de los pocos bares donde aún pinchan rocanrol en vinilos, el segundo un microbar con el mejor funk que se puede escuchar en Malasaña. Pivotes de Colores en la calle. Palabras en las paredes. Lisboa, Londres y Marruecos. Divorcios. Reencuentros. Despedidas.


Barajas.