martes, 9 de agosto de 2011

El anillo azul

Un denso líquido rojizo descendía chorreando por azulejos que alguna vez fueron blancos. Caía lentamente hasta formar un charco que se extendía más y más por el suelo, como macabra alegoría de la cultura gore del miedo y la seguridad. Penetraba el cemento del suelo y se fundía con él. Lenta pero inexorablemente, el líquido iba cubriendo toda la superficie como un virus que no tiene prisa por llegar pero toda la seguridad de hacerlo.
Dos metros más arriba, un cuadrado iluminado era el fin de un haz de luz que se colaba por una ventana rota, y sólo el fugaz y solitario paso de algún vehículo por la calle de atrás y un lento goteo aleatorio rompían el silencio.
Un olor dulce se extendía por el aire y atraía a las moscas que empezaban a llegar previendo un gran día.
El suelo de la nave estaba cubierto por una mezcla de polvo y grasa, rota en algunos sitios por pisadas recientes.
A cada lado del foso yacía un cuerpo inerte. Uno tenía un tiro en la frente. El otro, una gran mancha en el estómago y de su mano derecha que colgaba sobre el vacío, adornada por un gran anillo azul, lentas gotas caían aleatoriamente contribuyendo a la gran marea roja que caía por el borde.


Asqueado de pelearse contra el cielo y de venderse excusas todo el tiempo, decidió que ya era hora de arreglar las cosas, y salió a enfrentarse al mundo con esa seguridad que tiene la gente cuando se acaba de prometer algo a sí misma.
Bajó de dos en dos los escalones de los cuatro pisos y se lanzó a la calle a averiguar si era verdad eso de que cada uno cambia su destino, o si tenía que dejar de leer los folletos de autoayuda que se apilaban en su buzón.
Al salir al portal del número 39 de Ave María, miró hacia ambos lados y bajó hasta la plaza de Lavapies, fumando lentamente y deteniéndose un momento frente al banco donde hace años solía sentarse largas horas a beber cerveza y fumar hachís con Tania, hablando de Marruecos y del típico sueño de montar un bar en alguna playa africana para huir del asfalto. Cerró los ojos un instante al tiempo que apartaba su rostro de aquel banco y siguió andando.
Hombres en blanco y negro recitaban a Rosalía de Castro por la voluntad.
Ángeles grises empeñaban sus alas negras por un gramo de speed.
Pies negros con sus perros y flautas se abstraían de miradas ajenas a golpe de litrona.

Pasó por delante del Centro Dramático Nacional y sonrió al recordarse como actor, antes de que su vida se quebrara, y él decidiera detener todo lo que no sea arrancar de sus entrañas la horrible culpa que lo tenía paralizado hace años.
Por eso hoy le iba a quitar al culpable la posibilidad de reincidir.
Dobló por Miguel Servet, hacia la Glorieta de Embajadores. Siguió andando durante 10 minutos más, sin escuchar a esa voz cobarde que se encargaba de repetirle cada uno de sus miedos constantemente, y que se esfumó apenas levantó su cabeza y vio la vieja puerta que tantas veces había aparecido en sus sueños.
Se puso el anillo azul que Tania le había regalado, y entró con firmeza en el taller abandonado para cerrar 
una historia a la que le sobraban varios capítulos.
Y descansar.

RS.-

1 comentario:

  1. Bueno, no estará escrito en tu cuaderno Arte, pero estoy muy feliz de leerte al fin. Muy bueno el giro que le diste a la narración. Un placer leerte!

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